23 Jun 2023 Contribuyamos a una sociedad más sana y a un mejor país
Por Marianne Küpfer, vicepresidenta de AICE.
A comienzos del siglo XIX, mujeres como Ada Lovelace, matemática y escritora británica a quien se le atribuye el primer algoritmo destinado a ser procesado por una máquina, o Emily Warren Roebling, reconocida como la primera mujer ingeniera de campo al lograr llevar adelante la construcción del puente de Brookling tras la muerte de su esposo; seguidas en los años posteriores por Edith Clarke, Beatrice Shilling, Hedy Lamarr, Margaret Hamilton, entre otras, fueron abriendo camino para la participación femenina en distintos campos de la ingeniería. En Chile, fueron Justicia Acuña Mena y Carmen Schwarze Tellería, quienes a partir de comienzos del siglo XX dieron los primeros pasos en este rubro altamente masculinizado.
A comienzos del siglo XX, la participación femenina en el mercado laboral chileno de arquitectura e ingeniería era de 0,0%. Ya en el año 1950 existe un total de ocho mujeres ingenieras, en 1980 el 10% del alumnado de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile corresponde a mujeres, y en la década de los 90 se produce un incremento cercano al 95% en las matrículas femeninas en la carrera de ingeniería civil.
Hoy, a nivel nacional, el porcentaje de matrículas femeninas en carreras STEM es del orden de un 25%, algo menor que la proporción a nivel mundial en donde se alcanza aproximadamente un 30%, del cual un 8% corresponde a carreras de ingeniería, fabricación y construcción. Las mayores brechas entre hombres y mujeres se encuentran en ingeniería civil, matemáticas, ingeniería civil eléctrica y electrónica, y en ingeniería mecánica. Pero resulta interesante observar el contexto global para darse cuenta de que no solo las mujeres han debido superar barreras para incorporarse a ciertas áreas. ¿Qué pasa en el área de la educación y cuidados? Notorio es el caso de la educación parvularia, en donde existe una bajísima participación de hombres en relación a las mujeres. En Chile, el 99% de quienes estudian la carrera de educación parvularia son mujeres. Los llamados “cotonas verdes” deben abrirse paso en los espacios de educación, tradicionalmente feminizados, en donde la sociedad desconfía de su labor en el cuidado de los más pequeños.
A la luz de estos antecedentes, vale la pena preguntarse ¿por qué ocurren estas disparidades si la ciencia ha demostrado que no existen diferencias innatas entre niños y niñas en el aprendizaje durante la primera etapa de la vida? Es en algún punto posterior a la entrada a la enseñanza formal que comienza una divergencia en las preferencias de ambos sexos, la que al final de la enseñanza media es notoria e irreversible en cuanto al menor interés de las niñas en las ciencias y matemáticas, y de los niños en educación y cuidados. Serían factores ambientales, de orden social y cultural, los que inciden en esta divergencia y en la posterior elección de la profesión. Gran importancia revisten las normas sociales, la interacción e imagen que entregan los padres, la familia, los amigos, los profesores y la comunidad en general. Estos pueden minar la confianza y el interés de los niños, o bien, en el caso de las mujeres, impulsarlas y motivarlas a escoger carreras STEM.
Pero, ¿por qué es importante impulsar la participación femenina en ingeniería? Porque el desarrollo de un país tiene directa relación con el avance en ciencia y tecnología. Porque al incorporar a las mujeres en la fuerza laboral se incrementa el producto interno bruto y, por ende, se fortalece el desarrollo económico del país.
Cada uno de nosotros puede aportar a reducir las brechas entre hombres y mujeres, a generar igualdad de oportunidades, a permitir que los niños desarrollen todo su potencial y así contribuir a una sociedad más sana y a un mejor país.